domingo, 20 de abril de 2014

MÚSICAS PARA PLATERO Y YO

                                                                                                                                                                                                                                 

Este año se conmemora el primer centenario de la publicación del libro
 "Platero y yo" de Juan Ramón Jiménez,
 Premio Nóbel de Literatura y uno de los mejores poetas españoles de todos los tiempos.

Nuestra aula de música se suma a la conmemoración del Año de Platero y quiere rendir homenaje al poeta y su obra en el Día del Libro que celebramos el 23 de abril.
Para ello hemos elegido la música de un gran pianista

ALBERTO GONZÁLEZ CALDERÓN

que ha compuesto una preciosa obra titulada:








ESCUCHAMOS 

UNA SELECCIÓN



1
Capítulo primero

Platero

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera,
que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los
espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos
escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con
su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y
gualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con un
trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo
ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas,
las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con
su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...;
pero fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando paso
sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los
hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan
mirándolo: —Tien’ asero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.




3

Capítulo sexto

La miga

Si tú vinieras, Platero. con los demás niños, a la miga,
aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el
burro de las Figuras de cera —el amigo de la Sirenita del Mar,
que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que
muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento—;
más que el médico y el cura de Palos, Platero.
Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡ eres tan
grandote y tan poco fino ! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en
qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te
bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo?
No. Doña Domitila —de hábito de Padre Jesús Nazareno,
morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el
besuguero— te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un
rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca 
en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, 
o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y 
tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover...
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y
las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te
pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de
los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las
barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.




5

Capítulo diecinueve

Paisaje grana

La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido
por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A
su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y
las hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes,
embalsaman el instante sereno de una esencia mojada,
penetrante y luminosa.
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de
ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguas
de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en
los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y
hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías
aguas de sangre.
El paraje es conocido; pero el momento lo trastorna y lo
hace extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada instante,
que vamos a descubrir un palacio abandonado... La tarde se
prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de
eternidad, es infinita, pacífica, insondeable...
Anda, Platero.



8

Capítulo veinticinco

La primavera

¡Ay, qué relumbres y olores!
¡Ay, cómo ríen los prados!
¡Ay, qué alboradas se oyen!

ROMANCE POPULAR.

En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada
chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo,
desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la
ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son
los pájaros.
Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡Libre
concierto de picos, fresco y sin fin! La golondrina riza,
caprichosa, su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja
caída; de fuego, la oropéndola charla, de chaparro en chaparro;
el chamariz ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto,
y, en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.
¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de
plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas
partes, entre las flores, por la casa—ya dentro, ya fuera—, en el
manantial. Por doquiera, el campo se abre en estadillos, en
crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz,
que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida.





33
Capítulo ciento treinta y uno

Madrigal

Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la
pista, tres vueltas en redondo por el jardín, blanca como la leve
ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. 
Me la figuro en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo
 a través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, 
son dos mariposas: una blanca, ella; otra negra, su sombra. 
Hay, Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden otras ocultar. 
Como en el rostro tuyo los ojos son el primer encanto, la estrella 
es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son del jardín matinal.
Platero, ¡mira qué bien vuela! ¡Qué regocijo debe de ser
para ella el volar así! Será como es para mí, poeta verdadero, 
el deleite del verso, Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su alma, 
y se creyera que nada más le importa en el mundo,
digo, en el jardín.
Cállate, Platero... Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura
y sin ripio!











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